El diamante que más aman los hombres

El campo de beisbol es el corazón del juego. El escenario soñado de un jugador. En el estadio Universitario de Caracas, que lo comparten los Leones y los Tiburones, dieciséis hombres “pulen” el llamado diamante con palas, rodillos, arcilla, paletas y brochas. Abandonaron las tribunas para entregarse al terreno de juego


En el estado Amazonas vive Miguel Lefebre, fanático del beisbol venezolano, acaba de encender su televisor para ver el juego Caracas - La Guaira. Fanático empedernido de los melenudos se echa en su chinchorro con cerveza en mano a la espera de la voz de play ball. Las imágenes transmitidas por el canal de televisión muestran hombres con chemises blancas condicionando el campo. Ellos son los protagonistas de la noche ante la "fastidiosa" llovizna que como hormiguitas se desplazan de allá para acá, pintan aquí, riegan allá. Entre tanto, Miguel ya lleva 6 cervezas y el juego aún no empieza.

En Caracas, las tribunas del estadio están repletas al igual que las gradas, pese a que ha estado lloviendo desde el día anterior. Las voces de la televisión anuncian que el juego entre Los Tiburones de la Guiara y Leones del Caracas está retrasado por la persistente lluvia. Estaba pautado para las siete de la noche y ya son las nueve. Miguel sigue atento a su pantalla con botella en mano; los fanáticos aprovechan de comer en los variados kioskos de comida ubicados debajo de las tribunas, otros toman cerveza y fanfarronean entre sí prediciendo el marcador a favor de sus equipos. Y los jugadores esperan que cese la lluvia en sus respectivos dugouts. Esta noche los Tiburones visitan a los melenudos.

Por el jardín izquierdo, cerca del dogout de los Leones, en un recinto mediano aguardan los dieciséis cuidadores y César Campos, el especialista en el suelo deportivo. La mente maestra que mima el estadio todos los días.

Escampó. Suena la voz de playball y comienza el primer inning con Leones al bate. Miguel llena su ancha panza con la cerveza número 12.

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Horas antes.

Son apenas las dos y media de la tarde, personal administrativo de los equipos y de seguridad ya se encuentran en El Universitario. Todo ocurre al mismo tiempo: se instalan las cámaras de televisión –que le permitirán a Miguel ver el juego desde su hamaca en Amazonas–, tres hombres guindan las vallas publicitarias que patrocinan a los equipos de esta noche. Se organizan los comités de guías y seguridad. Los puestos de comida se alistan, un cúmulo de exquisitos olores desata el hambre de cualquiera que se acerque.  Y por último, de suprema importancia, refrigeran las miles de cervezas que se tomarán en este duelo los entusiastas espectadores.

En contraparte, la jornada diaria en el terreno de juego ya se realizó a tempranas horas. Este trabajo de hormiguita como lo define el especialista César Campos es ejecutado a diario desde las siete de la mañana. En primer lugar, se hace el “gradeo” que consiste en la movilización de la arcilla, luego la nivelación y posteriormente la compactación con los rodillos. Mantener el mismo nivel entre la tierra y la grama es de suprema importancia.

En días soledos se llevan a cabo las prácticas de bateo sin contratiempos.
—El objetivo principal es que el campo se mantenga lo más liso posible y evitar el mal pique–comenta el especialista, César Campos.

Una vez terminado el servicio matutino, el infield del diamante se protege con unas alfombras y sobre ellas se coloca la jaula de bateo que usarán los equipos a la hora de su práctica.

—Como trabajador dedicado a esto me gusta ver estas prácticas de bateo. Así veo el recorrido de la pelota, ahí me fijo en el pique y en el desplazamiento antes de los juegos, explica sentado desde las tribunas del lado izquierdo del estadio.

De fondo suena el impacto del bate contra la pelota una y otra vez. Por el jardín izquierdo un niño con guante en mano intenta atajar los flys y rollings.

Campos lleva anchos lentes de sol que esconden sus ojos, posee un mentón pronunciado con forma del número tres acostado, al estilo del personaje animado Buzz Lightyear. Obtuvo el título técnico superior en ingeniería civil de la Universidad de Carabobo y trabaja con su padre desde que tiene 18 años. Fue él quien le inyectó el interés por el cuidado de los campos deportivos. Ambos se han formado en el exterior, anualmente asisten a talleres y conferencias en Estados Unidos sobre los cuidados y mantenimiento de distintos suelos deportivos.

Antes de llegar a trabajar con la Fundación UCV y los equipos que alberga “El Universitario” trabajó diez años en Valencia con los Navegantes del Magallanes. Aunque también ha laborado en otros estadios como el estadio “Antonio Herrera Gutiérrez” de Lara; “José Pérez Colmenares” de Aragua; “Alfonso ‘Chico’ Carrasquel” de Anzoátegui y “Estadio Nueva Esparta”, conocido como “Guatamare” de Porlamar, entre otros.

El entrenamiento terminó. El cielo está despejado. Los cuidadores comienzan sus labores: doblan las pesadas alfombras y desarman la jaula de bateo. Todos los materiales se trasladan al depósito ubicado al final del terreno justo debajo de las gradas. Detrás de la pista de seguridad –la franja de arcilla que se ubica al final– donde se guindan las vallas publicitarias se esconden las puertas de este recinto. Un amplio pasillo poco iluminado, con un denso olor a guardado. Desconoce la limpieza e impera el desorden, viejas lonas e instrumentos de trabajo en desuso se apilan a mano derecha. Cerros de arcilla naranja irrumpen el libre paso sobre la superficie del suelo, montones de sacos de arcilla de lado y lado. Unas rejas de barrotes llaman la atención, un gran candado la mantiene cerrada. Algo protegen con cuidado: tuberías, llaves de presión, una bomba de agua. ¡Quién se lo imaginaría! Se trata del sistema de drenaje subterráneo del estadio. El agua que es absorbida desemboca en el río que atraviesa la ciudad de Caracas. Más agua para el Güaire.

Campos enciende el carrito verde con el logo de los Leones que se estaciona dentro del desordenado depósito y se dirige al montículo.

Empieza el escuadrón de lapidarios a pulir el diamante. Más de quince hombres se dedican a sus funciones ya delegadas. El hombre que pinta las almohadillas de blanco y dibuja la línea del pitcher se llama Jermaine Córdoba. Da clases de agricultura en Ocumare del Tuy y esta es su primera temporada trabajando en el estadio.

Su hermano, Jackson Córdoba traslada la jaula de bateo desarmada al depósito. Carlos Ramírez junto a un compañero recorren el terreno con pala, paleta y carretilla. Riegan arcilla secante en las áreas con exceso de agua, el efecto de este material es casi mágico. Se esfumaron los aislados charcos.

Pintan las líneas de foul y el cajón de bateo con la ayuda de pabilo y una máquina diseñada para esta tarea. En la parte trasera del carrito tipo golf se instala una amplia malla en forma rectangular que peina con uniformidad lo naranja del terreno. Más de cien vueltas da el piloto del carrito, en círculos abiertos y cerrados recorre el infield de izquierda a derecha; demora alrededor de 15 minutos y por fortuna no se marea.

El trabajo tardó más de hora y media por la lluvia. Sin lluvia el acondicionamiento se realiza en 30 a 45 minutos.

Diamante pulido. Se da inicio al juego.

Todos se dirigen a su lugar de resguardo. Permanecen aquí durante el duelo. Al cierre del tercer, quinto y séptimo inning salen de nuevo a acondicionar. Como el juego apenas empieza Jermaine, Jackson y Eduardo Morales suben a la barra donde venden cerveza. Un par bien frías son su recompensa.

Cuando están abajo, no pueden ingerir bebidas alcohólicas, pero una escapadita para refrescarse no le 
hace daño a nadie.


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Caracas ya cambió el marcador a su favor y cerró el tercer inning.
En el entretiempo la mascota de los Leones divierte al público con un concurso de baile. Llegó el momento de salir al campo con las mallas a alisar y borrar las huellas de los jugadores al correr y barrerse sobre la arcilla. Jackson y Eduardo Morales son los primeros que salen a dar la vuelta.

Van y vienen. El diamante quedó limpio.

–Esto es como una cooperativa familiar, él es mi hermano, este es primo de mi esposa, aquel también es familia. Aquí todos, todos nos conocemos de Ocumare, bromea Jackson señalándolos uno a uno en cuanto vuelve.

Bajar todas las tardes a Ocumare no parece pesarle a ninguno. Llegan y se van juntos. Disfrutan el trabajo en equipo. Los hermanos Córdoba dan clases en su tierra; Jackson es profesor de educación física y Jermaine –el que pintó las bases– es técnico de la selección de beisbol Miranda en Ocumare del Tuy. Y además, entrenan a niños en una escuelita de beisbol de su localidad.

Estos hombres dejaron las tribunas para mimar el campo donde juegan los equipos que han acompañado desde pequeños. El único requisito para trabajar aquí es tener la voluntad y saber  seguir instrucciones porque entrenamiento previo no existe. Campos es quien da las órdenes técnicas.

Alimentan su pasión por el beisbol. Sus anchas barrigas se inflan más con cerveza y comida que sus propios bolsillos. Por cada noche que trabajan el equipo local les paga 180 bolívares. Y esta es la razón por la que su corazón fanático se dividió: el que no apostaba por Caracas o Tiburones ahora lo hace, pues mientras más lejos lleguen los equipos, más dinero. César Campos, por el servicio técnico y observación cobra tres mil bolívares fuertes cada juego, aparte del contrato con la Fundación UCV, por el que percibe cuarenta mil mensual.


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El equipo melenudo sigue arriba en el marcador. Cerró el quinto inning. De nuevo los lapidarios al terreno.

Esta vez es el turno de Jermaine y Rafael. El segundo ama el fútbol y apoya a la selección brasilera. Él y otro compañero gozan de la confianza de Campos así que trabajan de la mano con la Fundación durante todo el año.

Comenzó a lloviznar de nuevo aunque con poca intensidad. Si ocurre lo contrario los dieciséis hombres tendrán que desplegar la lona en el terreno. Esto le hace recordar a Campos una peculiar anécdota:

—Cuando trabajaba en Valencia con el Magallanes, solo éramos cinco o seis. Y empezó a llover así, en pleno juego, duro. Todo el mundo estaba desesperado y nos gritaban que pusiéramos la lona, pero no podíamos porque éramos muy pocos. Bueno, ahí vino un gentío desde las tribunas y bajó espontáneamente a ayudarnos. Bajaron como treinta personas— comenta entre risas.

Divertidas carcajadas invadieron el lugar. Entre el grupo comenta un hombre moreno llamado José Alberto —apenas es su primera noche de trabajo—, que el fanatismo del venezolano por el beisbol no tiene “padrote”. Se muestra fascinado ante su primera jornada en el estadio. El beisbol lo apasiona más que quien fue su mujer. Está fascinado con las distintas arcillas importadas que mejoran las condiciones del campo en casos de contingencia. Comenta con voz de niño ahogado por la emoción:

–Muchachos ¿es que ustedes se imaginan que tuviéramos ese material allá en Ocumare? ¡¡No joda!! Que prenderle candela nada al monte. Arcilla pa’ca y pa’lla. Ni un domingo más sin juego por culpa de la lluvia, sentenció el caballero de 54 años.

Parece que un domingo en Ocumare sin beisbol es como ir al estadio y no tomar cerveza.

Leones del Caracas resultó ganador. Miguel gritó de emoción y apagó su televisor con una 32 cervezas almacenadas en su prensado estómago. Mientras tanto los dieciséis hombres vuelven al campo por última vez  esta noche. Cubren el montículo, los bullpen y retiran las almohadillas. La larga noche por fin dará descanso a los lapidarios del terreno. Unos celebran y otros cansados se marchan.

Hasta un próximo encuentro.
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